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Códigos Éticos en la Función Pública y la Administración de Justicia por Oscar Morales

Códigos Éticos en la Función Pública y la Administración de Justicia por Oscar Morales

La introducción en 2010 en el proceso penal de un nuevo sujeto de responsabilidad, la persona jurídica, contribuyó significativamente a un cambio en el modelo de comportamiento empresarial en el mercado. La reforma posterior de 2015, muy centrada en la creación de modelos de cumplimiento, acentuó la dinámica de transparencia empresarial, favoreciendo con ello un movimiento de cambio cultural soportado por un mercado del compliance tendente a la mejora continua de dichos modelos.

El primer elemento entre los necesarios en este cambio de paradigma cultural reside en el auto diagnóstico y reconocimiento por las empresas: misión y visión clásicas extendidas en un cuerpo deontológico mayor denominado Código Ético, o Código de Conducta, o cualquier otra denominación al uso.

A partir de esta autodefinición deontológica, a caballo entre lo estratégico, lo esencialista y lo epistemológico, la transformación cultural exige la articulación de modelos de cumplimiento ejemplares y su plasmación en la relación con las administraciones públicas, el mercado y los consumidores. Lo que no es tarea fácil. Requiere una escrupulosa programación organizativa, la dotación de modelos de control, estructuras ágiles de supervisión, revisión, formación e información del personal propio y de los terceros que se relacionan con la empresa, speak ups e investigaciones internas, un sistema de infracciones y sanciones y un presupuesto que opera directamente contra la cuenta de resultados de la compañía para garantizar el funcionamiento y desarrollos presente y futuro del modelo. De ahí que pueda hablarse de proceso de transformación integral del tejido empresarial. Un fenómeno que no es exclusivo de nuestro país, sino que podría decirse que es ya transversal en todo el planeta.

Las cosas son diferentes en el sector público. Coincidiendo con el movimiento tectónico provocado por el aún nuevo régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas, el sector público no ha podido sustraerse a la necesidad de objetivar públicamente su compromiso ético. Son múltiples las instituciones esenciales del Estado que han apostado por el autodiagnóstico, alumbrando tras ello su nueva carta de presentación institucional en sociedad a modo de Códigos de comportamiento. Por poner algunos ejemplos, La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia aprobó su Código de Conducta del personal mediante Acuerdo de 18 de marzo de 2015, del Pleno de su Consejo; a idéntico fin llegó mucho antes, por cierto, el 4 de noviembre de 2003, el Consejo de la CNMV. Y en el ámbito de la Administración de Justicia, el Consejo General del Poder Judicial asumía la propuesta del Grupo de Trabajo para la redacción de unos principios de Ética Judicial el 20 de diciembre de 2016; y más recientemente, el 4 de noviembre de 2021, el Ministerio Fiscal publicaba también su Código Ético.

Circunscribiéndonos a los dos últimos citados y sin perjuicio de la diferente calidad técnica de ambos textos, parece claro que su mayor impacto se vislumbra sobre la confianza que la ciudadanía deposita en las instituciones básicas. Se refuerza el mensaje de unas instituciones al servicio de principios que forman parte del conglomerado valorativo que garantiza la convivencia. Tampoco es menor la huella que el proceso de reflexión dejará sobre las correspondientes instituciones, reforzadas en sus propias convicciones y con una determinación mayor en la consecución de los objetivos constitucionales a los que se deben. Y, por supuesto, la concreción de un código ético en el poder judicial o la fiscalía provee al resto de operadores jurídicos (abogados, procuradores, mediadores, etc.) de un mayor clima de seguridad jurídica. En efecto, el diseño de los principios de independencia, integridad, imparcialidad, cortesía, diligencia y transparencia en el ámbito de la carrera judicial, bien estructurado y lleno de matices de gran riqueza alimenta la idea de un poder judicial atento a la realización de los valores inherentes a la idea de Justicia. Lo mismo puede decirse, por indicar tan solo un ejemplo, de la declaración de voluntad del Código ético de la fiscalía respecto a la necesidad de cuidar las formas en las apariciones públicas, para no dar la impresión de que establecen relaciones estrechas con jueces y magistrados. Estas declaraciones de principios son un refuerzo positivo para el funcionamiento ordinario del sistema penal.

Pero, decíamos, las cosas son diferentes en el sector público. Al margen de que se trata de productos jurídicos ajenos a la jerarquía normativa, los propios códigos del poder judicial y de la fiscalía reconocen expresamente que no se trata de textos con vocación de cumplimiento obligatorio, es decir, con régimen de infracciones y sanciones en caso de incumplimiento. Por ello, a la aprobación y difusión de los códigos de comportamiento del personal al servicio de las instituciones del Estado dedicadas a la Administración de Justicia no le sigue un proceso vertical de adecuación del Código a un modelo de cumplimiento, pues no es exigible responsabilidad penal a las personas jurídico públicas. No siendo éstas sujetos idóneos para la delimitación de responsabilidades penales, qué necesidad habría de orientar el comportamiento a normas que impidan el nacimiento de dicha responsabilidad en casos de fallos graves de funcionamiento.

Claro que, así visto, tampoco el Código de conducta, deontológico, ético o como quiera denominársele en el sector público sería necesario y, sin embargo, las instituciones públicas esenciales en el funcionamiento de la Administración de Justicia han optado por dedicarle tiempo y recursos a su aprobación y presentación en sociedad, con efectos positivos como veíamos líneas atrás. Avanzar en la idea de vinculación normativa de los principios éticos del poder judicial (o de la carrera judicial) y de la fiscalía, pues, es una necesidad que no deriva tanto de la coacción o el imperativo legal, como sucede en el ámbito empresarial, sino de la responsabilidad institucional. En el mundo líquido de Zygmunt Bauman semejante apelación puede resultar ensoñativa, si se me permite la licencia lingüística. Pero del mismo modo en que esa responsabilidad ha sido capaz de acuñar los textos sin obligación legal de hacerlo, también podría guiar a las instituciones en juego hacia consensos para garantizar que los principios éticos se traducen en obligaciones positivas de cumplimiento, sometidas a control institucional y, en consecuencia, también social.

Oscar Morales

Morales Abogados Penalistas

 

Fotografía: Carlos González Armesto
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